El retrato de Dorian Gray I: Entre la ética y la estética

Oscar WildeSiempre es una experiencia grata (suele serlo) volver a antiguas lecturas y ver lo que hemos cambiado. Lo que un día no entendimos, ahora lo entendemos. Lo que antaño nos parecía sublime, leído ahora, nos resulta grotesco. Lo que antes nos aburría, ahora nos divierte. Porque toda relectura es, de alguna manera, una lectura ex-novo. Aquel yo que un día, en la adolescencia, leyó por primera vez El retrato de Dorian Gray ya no existe. El que lo ha vuelto a leer ahora, una década después, es otro. No sé si mejor o peor; otro, en cualquier caso.

Pero, sería ingenuo pensar que la única que cambia es la lectora. El texto también cambia. Precisamente porque cambiamos nosotras. Y la relación texto-lectora es una relación simbiótica: si cambia uno, cambia otro. Es matemático.

El texto lo hace un escritor o una escritora ajeno a nosotras, ciertamente. Pero somos nosotras las que le damos vida a través de la lectura. En última instancia, lo que hace un texto es la lectura. Y cada lectura lo hace a su manera.

No existe, por tanto, un Dorian Gray, existen miles; tantos como lectoras de la obra haya. Mi Dorian Gray, el Dorian Gray que ha cobrado vida con mi lectura, es mío, y tiene poco que ver con el tuyo. Tiene poco que ver, incluso, con aquel que surgió de mi primera lectura adolescente. Precisamente porque yo ya no soy el que fui, el texto ya no es el que fue. Porque (y esto es otra paradoja), cuando leemos un libro, en realidad no estamos leyendo un libro: nos estamos leyendo a nosotras mismas. El libro sólo es la excusa. El propio Wilde lo sabe cuando, en el prólogo a El retrato de Dorian Gray, afirma: «Es al espectador y no a la vida a quien refleja realmente la obra de arte». Y tenía razón. Pero vayamos ya a nuestro asunto.

Publicada en forma de cuento en 1890 y ampliada y publicada como novela un año después, El retrato de Dorian Gray, acepta, lógicamente, múltiples lecturas y múltiples críticas. La mía, aquí, será una crítica particular, pues llevaré a cabo un análisis de los elementos de la trama, el argumento y la construcción de los personajes que remiten al pesimismo romántico, cuya influencia en el decadentismo fue enorme. Fundamentalmente, en el caso que aquí nos ocupa, sus debates sobre ética y estética, que son, en mi opinión, el núcleo central de esta obra. Pero, ¿qué es todo esto de la ética y la estética? Vamos a verlo.

Definiéndolo con pocas palabras, la ética se ocupa del Bien; la estética, por su parte, de la Belleza. En el pensamiento griego, ética y estética son lo mismo, porque lo bueno es bello y lo bello es bueno. Es el famoso ideal de la kalós kaì agatheía. Pero Schopenhauer y los filósofos pesimistas del siglo XIX no opinaban lo mismo. Para Schopenhauer, ética y estética son dos principios o fundamentos filosóficos distintos e irreconciliables. Una cosa es el Bien y otra cosa es lo Bello. La contemplación de lo Bello, a diferencia de lo que pensaban los griegos, no conduce al Bien, no mejora al ser humano. El arte, por tanto, no está para educar, sino para evadir. ¿Para evadir de qué? De los horrores del mundo, dirá Schopenhauer. Porque el mundo es horrible. El mundo es dolor y sufrimiento. La vida no tiene sentido y la humanidad tampoco. Y si la vida y la humanidad no tienen sentido, hacer el bien tampoco lo tiene. Sólo existe un principio ético válido para todo el mundo, uno y no más, dirá Schopenhauer: neminem laede, a nadie hieras; no causes dolor. Más allá de eso, la ética no existe.

La estética, como ya hemos dicho, no tendría un carácter utilitario, educativo, al servicio de la ética, sino que sería autónoma, y su único cometido consistiría en evadirnos de la ruin existencia del mundo. A través del goce estético, que es fugaz y efímero, dura tan sólo un instante, logramos alcanzar lo sublime, o, como decía Schopenhauer, la eternidad, que no es otra cosa que la sensación de aniquilamiento, exactamente la misma sensación que cuando tenemos un orgasmo.

Porque la filosofía de Schopenhauer es una filosofía del renunciamiento, al estilo «oriental». El mundo es horror y sufrimiento; nuestro deber es evitar todo sufrimiento. ¿Cómo? Buscando el placer, dirán los hedonistas. Cultivando el desapego al mundo, dirá Schopenhauer; no deseando. Porque en el deseo, que no es otra cosa que apego al mundo, está la raíz del sufrimiento. ¿Y cómo se acaba con el deseo? Aniquilando al yo.

Schopenhauer no pretende educar el yo, mejorarle o dominarle, sino aniquilarle. Y para eso tenemos diversas técnicas, nos dice: el cultivo de la piedad, la santidad, la contemplación filosófica y (la más elevada de todas) la contemplación estética. La sensación de eternidad que procura el goce estético es, precisamente, la aniquilación momentánea del yo. Por un momento, a través del goce estético, logramos romper las amarras que nos anclan al mundo y experimentamos ese estado que podría calificarse de felicidad absoluta, pero que, en realidad, no es más que el estado de no-sufrimiento. Por un instante, el sufrimiento, que es implícito a la vida, se suspende y experimentamos ese estado de plenitud que los budistas llaman Nirvana.

Otro de los filósofos pesimistas que tuvo, y tiene, una gran repercusión fue Kierkegaard, que no compartía del todo el pensamiento de Schopenhauer. Para empezar, Kierkegaard no cree que ética y estética sean dos principios o fundamentos filosóficos. Para el danés, ética y estética no son más que dos formas de estar en el mundo, dos actitudes ante la vida, que son, eso sí, distintas e irreconciliables, permanentes e irrenunciables. La persona que tiene una actitud ética, la tiene para toda la vida y no la puede cambiar. La que tiene una actitud estética, exactamente lo mismo. Pues, o se es ético o se es estético, nunca las dos a la vez, ni siquiera en distintos momentos.

Una persona ética es aquella que se preocupa por el estado del mundo, por sus injusticias y por todo el dolor innecesario que en él se produce. Una persona ética tiene conciencia de que el mundo está mal hecho y debe mejorar. La persona estética, por su parte, o no tiene conciencia de que el mundo esté mal hecho o, si la tiene, no le importa. Para la persona estética, el mundo es como es y no hay que darle más vueltas. Por el contraria, considera que hay que disfrutar lo máximo posible.

Una vez expuesto todo este debate sobre la ética y la estética según Schopenhauer y Kierkegaard, los principales valedores del pesimismo romántico, la lectora puede tener la impresión de que el pesimismo romántico tiene mucho de conservador, de inmovilista y de elitista. Y así es.

El mundo es como es (dolor y sufrimiento), nos dicen, y no lo podemos cambiar. El progreso es una falacia, pues, por muchas innovaciones que traiga, nunca va a lograr mejorar el mundo. Lejos de implicarnos e intentar mejorarlo, dirá Schopenhauer, tenemos que limitarnos a asumir esta evidencia y vivir lo mejor posible, sin causar daño a nadie y tratando de reunir el mayor número posible de momentos de eternidad. Nada más. El feminismo, afortunadamente, ha demostrado que el mundo puede mejorar, y puede hacerlo sustancialmente. Por algo es la única revolución que, hasta el momento, ha tenido éxito.

Pero, ¿cómo se articulan todas estas ideas y cómo motivan el argumento y la trama de El retrato de Dorian Gray? Antes de abordar esta cuestión, recordaré brevemente su argumento, para que la lectora pueda seguir mejor mi interpretación.

Dorian Gray es un muchacho de la alta sociedad algo ingenuo y extremadamente bello a quien su amigo Basil Hallward hace un retrato. Un día, en el estudio de Hallward, Dorian conocerá a Lord Henry, un amigo del pintor, que le fascina con sus teorías sobre la belleza y el placer. A causa de estas teorías, cuando Dorian ve terminado el cuadro, toma conciencia de su verdadera belleza, de la que no era consciente hasta el momento, y pronuncia su famosa plegaria: ojalá sea el cuadro el que envejezca y no yo. A partir de entonces, Dorian intima cada vez más con Lord Henry, que le sigue contaminando con sus teorías sobre el placer, que el joven pone en práctica y lleva hasta sus últimas consecuencias.

En el curso de una de sus noches de disipación, Dorian acaba en un teatrucho de mala muerte donde conoce a una mujer que le deja fascinado por su belleza y su capacidad interpretativa: es la joven actriz Sibil Vane, a la que Dorian acaba proponiendo matrimonio. James, el hermano de Sibil, que está a punto de embarcar para Australia, advierte a su hermana de que tenga cuidado con Dorian y no se fíe de él. La noche en que Basil y Lord Henry acuden al teatro en compañía de Dorian para conocer a la muchacha que le ha robado el corazón, ésta actúa tan mal en el escenario que, avergonzado, Dorian rompe el compromiso y la abandona. Cuando llega a su casa, Dorian comprueba que algo en el retrato ha cambiado, un gesto en la boca que antes no estaba: una sonrisa cruel. Dorian toma conciencia de que su deseo ha sido atendido y que, en consecuencia, el retrato cargará a partir de entonces con el peso de sus años y de sus pecados. Horrorizado, y sabiendo que todo esto deriva de su mal comportamiento para con Sibil, le escribe una carta para disculparse y arreglar las cosas. Pero es en vano. A la mañana siguiente, Dorian se entera de que Sibil se ha suicidado.

A partir de ese momento, y estimulado por Lord Henry, Dorian se introduce en una vorágine de placeres y goces mundanos, en el cultivo y consumo de la belleza sin medida y en la práctica de los vicios más insospechados. Mientras tanto, el cuadro se va haciendo cargo de las consecuencias de sus actos. Dorian se convierte, así, en un hombre perverso, que malogra a todo aquel que se acerca a él y lleva la degradación allí por donde pasa. Su perversidad llega a tales extremos que acaba matando a su amigo Basil, el autor del retrato.

Dieciocho años después de haberse marchado, James, el hermano de Sibil, vuelve a Londres y encuentra por casualidad a Dorian Gray en un tugurio. James saca su pistola con intención de matarle, pero Dorian, que no ha envejecido nada en todo este tiempo y sigue teniendo, aparentemente, veinte años, le convence de que él no puede ser la persona que busca. James le deja marchar, avergonzado. Cuando alguien le dice que ese a quien ha dejado marchar era, efectivamente, Dorian Gray, James le sigue hasta su casa de campo, donde Dorian da una fiesta, pero James muere accidentalmente por una bala perdida en el curso de una cacería.

Dorian, cuyo estilo de vida le resulta ya insoportable, decide reformarse y se va al campo, pero ya es demasiado tarde. En un arrebato de pánico, y pensando que si el cuadro desaparece todo volverá a la normalidad, coge un cuchillo y desgarra el lienzo. Pero el que desaparece es él, que cae muerto, viejo y decrépito, a los pies del retrato, que vuelve a ser lo que un día fue.

Toda la novela está basada en esta tensión entre actitud ética y actitud estética, y, cuando ésta última finalmente se impone, en cómo afecta ésta a la vida y acciones del protagonista. Porque la actitud estética, hedonista hasta el extremo, que practica Dorian Gray no va dirigida a aniquilar el yo, como proponía Schopenhauer, sino, más bien, a alimentarle y satisfacerle. Schopenhauer mantenía que es  esta obsesión por satisfacer al yo la que crea la perversidad moral y, en consecuencia, al hombre perverso. Este hombre perverso de que habla Schopenhauer es, sin ninguna duda, Dorian Gray.

Estas actitudes éticas y estéticas aparecen encarnadas en los personajes de Basil Hallward y Lord Henry. Hallward representa la postura ética. Preocupado por el estado del mundo, sus acciones se guían en función de lo que está bien y de lo que está mal, mientras que Lord Henry, el esteta, considera que esa moralidad burguesa que domina la Inglaterra del momento es un atraso. Para él está bien todo aquello que proporciona placer, y está mal todo aquello que no lo proporciona. A la pregunta de Hallward de si Sibil Vane es una buena chica, Lord Henry responde: «Es mejor que buena: es bella». Dorian, que, al principio de la novela, es un joven algo ingenuo, deberá decidir qué postura adopta, a cuál de sus dos maestros sigue. Esta tensión entre una postura y otra atravesará toda la novela, llegando al clímax con el asesinato de Basil Hallward a manos del propio Dorian.

No es casualidad, a este respecto, que Basil Hallward sea un burgués y Lord Henry un aristócrata. Su vida regalada y carente de esfuerzos, así como su actitud estética ante la vida, hacen a éste último no desear cambiar nada en el mundo. En el curso de una conversación en casa de su tía Ágata, que se dedica a obras de caridad, y ante la pregunta general de si no cree que el mundo debe mejorar para que no haya tanta pobreza y sufrimiento, Lord Henry responde con frivolidad: «No deseo cambiar nada en Inglaterra, salvo el tiempo». Pura arrogancia aristocrática.

Asimismo, Lord Henry pide que no se le hable de penas ni sufrimientos o se levantará de la mesa. Sólo quiere escuchar cosas agradables. Lo que le llevará, en otro momento de la obra, a manifestar su odio a lo que él llama «realismo vulgar en la novela». Y es que, ¿cómo podría gustarle un género que se centra en las miserias y vicisitudes de las clases populares? No, su género es la novela simbolista francesa, como apunta en otro lado, aquel que se refiere a la belleza y las delicias del preciosismo, desvinculado de toda referencia social.

Basil Hallward, por su parte, como buen burgués que cree en el progreso y la educación, considera que el arte tiene una función pedagógica, como expresa refiriéndose a las dotes como actriz de Sibil Vane que Dorian le acaba de describir:

«Quien quiera que sea la apersona que usted ame tiene que ser maravillosa, y la muchacha que le ha producido la impresión que nos ha descrito debe ser bella y  noble. Espiritualizar a sus contemporáneos es algo digno. Si esa muchacha puede prestar su alma a aquellos que han vivido sin ella, si puede crear un  sentido de belleza en gentes cuya vida ha sido sórdida y fea, si puede despojarlos de su egoísmo y facilitarles lágrimas para unas penas que no son de ellos, es digna de toda la adoración del mundo».

El arte, para Hallward (y para Dorian, en este primer momento, donde la influencia de Lord Henry se va abriendo camino, pero aún no llega a dominarle por completo), hace mejores a las personas. Tiene un fin educativo y, como tal, es tan válido para un burgués como para un obrero. Lord Henry, que no cree en el progreso ni le interesa, no comparte en absoluto este argumento. Al final de la novela, cuando Dorian le reconoce que ha matado a Basil Hallward, Lord Henry le responde:

«Le diría, querido, que adopta usted una actitud que no le sienta. Todo crimen es             vulgar, exactamente lo mismo que toda vulgaridad es un crimen. No está en usted, Dorian, cometer un asesinato. Lamento tener que herir su vanidad al decir   esto; pero le aseguro que es verdad. El crimen pertenece exclusivamente a la clase baja. No la censuro en modo alguno. Me imagino que el crimen es para ella lo que el arte es para nosotros: sencillamente un método para procurarse sensaciones extraordinarias».

El arte es sólo un medio de procurar placer; un medio de procurar placer a las clases altas, claro está. Por tanto, no es válido para todo el mundo. El arte solo sirve a las personas educadas y refinadas, que saben apreciar la belleza que están contemplando. Las clases populares no pueden (porque no saben, porque no les es propio) apreciar la belleza. Su medio de procurarse placer es a través del crimen y la delincuencia. Por tanto, a distintas clases sociales, distintas formas de trascender y distintas formas de experimentar el placer.

Por otra parte, Lord Henry sostiene que la virtud, a la manera del pensamiento aristocrático griego, no se enseña ni se aprende: se hereda. El crimen no es propio de Dorian, no porque no sea propio de él en particular, sino porque no es propio de su clase. Agamenón, en la Ilíada, es un kalós kaì agathós (bueno y bello), es decir, un aristócrata. Y era bueno y bello, no porque fuera personalmente bueno, que no lo era (por el contrario, se comportaba extraordinariamente mal), ni porque fuera personalmente bello (que tampoco), sino por pertenecer a una buena familia. De la misma manera, un individuo que perteneciera a las clases populares era kakós (malo), no porque se comportara mal personalmente, sino por pertenecer a una clase inferior. En otras palabras, pertenecer a una buena estirpe te hacía bueno, pertenecer a una mala estirpe, te hacía malo. Éste es el argumento de toda aristocracia, en realidad: no somos mejores por comportarnos mejor; nos comportamos mejor porque somos mejores. Argumento que se ve desmentido inmediatamente por las acciones del propio Dorian que, a pesar de ser un gentleman, es también un criminal.

Lord Henry, en ese sentido, es un aristócrata clásico, reaccionario e inmovilista. Sin embargo se considera moderno y acusa a la burguesía de ser la reaccionaria:

«Mi teoría [dice] es que siempre son las mujeres las que se declaran a nosotros y no nosotros los que nos declaramos a las mujeres. Excepto, naturalmente, en la clase media. Pero la clase media no es moderna».

Que la burguesía ha sido mucho más restrictiva en su moral y costumbres que la aristocracia es una idea que se ha hecho muy popular, sobre todo en determinados círculos elitistas. El director Luchino Visconti, por ejemplo, compatibilizó su ideología marxista con su aristocratismo a través del odio común de ambas tendencias por la sociedad burguesa. Así pues, para Visconti, y tantos otros, aristocracia y marxismo no son tan diferentes como pueda parecer, pues en la sociedad aristocrática la gente era más libre y vivía mejor que en la sociedad burguesa posterior. Esto, evidentemente, es una gran falacia; una gran falacia que, sin embargo, ha permitido a muchos y muchas militar en el marxismo sin renunciar a sus privilegios de clase.

Lord Henry, excluyendo de la ecuación al marxismo, sigue este mismo argumentario. La sociedad burguesa que es la sociedad victoriana, con su vigilancia de la castidad, el honor, la decencia, el énfasis en la vida marital y las relaciones sexuales como medio de reproducir la sociedad y no por placer, limitan la libertad de costumbres de la que hace gala Lord Henry y que pertenecerían al libertinaje de la sociedad aristocrática previa. Por tanto, Lord Henry es un absoluto defensor del Antiguo Régimen, en todo lo que éste tenía, tanto de liberal en las costumbres como de reaccionario en lo social y lo político. Como esa sociedad ya no existe, Lord Henry prefiere dedicarse a la contemplación estética y evadirse de la mediocridad de la nueva (que en realidad, en esta época, ya no era tan nueva) sociedad.

Dorian, sin embargo, a pesar de llevar a extremo las teorías de Lord Henry, se diferencia de ésteen que no se siente plenamente a gusto con este estilo de vida. Lord Henry está perfectamente cómodo en su papel de esteta. Dorian, por el contrario, siente, si no remordimientos, sí cierta desazón. Quizá porque, al haber llevado al límite las ideas de su maestro, ha llegado a agotar (o casi agotar) la fuente de los placeres. Y cuando ya has conocido todos los placeres, o te quedan pocos por conocer, ¿qué queda? Queda el hastío. Entonces vemos a Dorian sumido en esa desazón, en ese tedio que, como dice el narrador: «se apodera de aquellos a quienes la vida no niega nada».

Llegado a un punto límite, Dorian decide cambiar. Es entonces cuando se va al campo como forma de evitar las tentaciones de la ciudad, y conoce allí a una joven campesina de la que se enamora y a la que promete matrimonio; otra vez la historia se repite. Esta vez, sin embargo, Dorian decide poner fin a sus juegos y abandonar a la muchacha para que ésta no sufra, para no acabar pervirtiéndola como a las demás. Ufano de su hazaña moral, Dorian vuelve a Londres y, ante su retrato, quiere comprobar si éste ha mejorado, ya que ha hecho una buena acción. Pero no es así. Por el contrario, el retrato ha empeorado.

Ahora, una expresión de astucia en los ojos y una arruga de hipocresía en los labios se han añadido a él. Porque, como decía Kant, un principio ético, para ser tal, debe ser absoluto e incondicional. Si un principio ético está sujeto a condiciones, entonces no es un principio ético, es un principio utilitario y egoísta. Si no matas a nadie porque crees que matar está mal y no debe hacerse bajo ningún concepto, estás siguiendo un principio ético. Si, por el contrario, no matas a nadie porque piensas que, de hacerlo, irás a la cárcel y lo pasarás muy mal, estás siguiendo un principio utilitario. Por eso el retrato no mejora, porque la buena acción de Dorian no era para con la muchacha, sino para consigo mismo; para dar, de nuevo, satisfacción a su egoísmo.

Es entonces cuando, Dorian, cuchillo en mano, decide poner fin a la vida del cuadro (que es, en realidad, la suya propia) acabando, así, con esta encarnizada lucha entre la ética y la estética. Pero, ¿podría, acaso, haber acabado de otro modo? En términos pesimistas, no. La muerte siempre es la mejor opción. Al fin y al cabo, como decía Schopenhauer, lo mejor que podemos hacer en esta vida es suicidarnos. Y es eso, precisamente, lo que hace Dorian.

Acerca de ignaciogonsa

Nacido en Madrid en 1987, Ignacio González Saceda es licenciado en Historia Antigua por la Universidad Complutense de Madrid y tiene dos masters, uno en Ciencias de las Religiones y otro en Estudios Feministas. Como escritor, varios de sus relatos han sido premiados en concursos literarios y publicados en antologías.
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